Le
llaman “el ángel de Burundi”, aunque el día en que su vida dio un
cambio completo Marguerite Barankitze (“Maggy”) pensó en suicidarse.
Maggy de etnia tutsi, trabajaba de secretaria en el obispado de Ruyigi y
había escondido a algo más de cien hutus que escapaban de las matanzas.
Ese día llegaron las milicias tutsis y, tras maltratarla y acusarla de
traidora la ataron a una silla y la obligaron a ver la peor visión de su
vida. “Mataron a 72 personas delante de mí. Cuando terminó aquella
masacre mi oración se convirtió en protesta y pregunté a Dios si
realmente Él es amor”.
Su
vida es un vivo retrato de esta negativa a resignarse ante la crueldad y
la injusticia. Al día siguiente de aquella terrible masacre, tras
enterrar a los muertos, recordó las últimas palabras de una de las
mujeres antes de perecer bajo el machete: “Maggy, cuida de nuestros
hijos”. Aquello le salvó del suicidio. Sin dinero y sin un lugar a dónde
ir, recogió a siete traumatizados niños que habían sobrevivido buscó un
techo para ellos; primero, con un cooperante alemán y más tarde con el
obispo de su diócesis. Se corrió la voz, y cientos de huérfanos niños
–hutus y tutsis- siguieron llegando en busca de protección mientras la
guerra se recrudecía en Burundi. “A los cuatro años tenía a 4.000 niños a
mi cuidado, y a los 10 años una multitud enorme. Durante este tiempo
más de 30.000 niños han pasado por nuestra obra”. Maggy recibió el
Premio a la Fraternidad de la revista Mundo Negro. Su testimonio
conmovió a las personas que la escucharon. Sin embargo, recalcó que no
venía a contar “las miserias de África. Dejad de llorar por los
africanos, nosotros tenemos que dejar de ser víctimas eternas.”
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